 | Si hay algo que identifica, que une a Joaquín
Navarrete y a Silvestre Martínez de Haro, no
es otra cosa que su desmedida pasión por la
pintura. Una pasión que resulta impensable sin
el aliento creador que ha instalado a ambos en
la memoria colectiva de un pueblo, siempre
atento al recuerdo de sus hijos más ilustres.
Dos pintores autodidactos y vocacionales
que, desde presupuestos y concepciones
artísticas muy diferentes, supieron captar la
esencia, los sueños y la laboriosidad de unas
gentes, las suyas, con las que conformar toda
una geografía paisajística y humana, aún hoy
imprescindible para trazar el retrato de una
época y una sociedad recreada fielmente por
sus pinceles.
Dos creadores honestos, intuitivos, eficaces
y aplicados, complejos y sencillos, humildes y
generosos, vitales, concienciados, dicharacheros,
familiares…
Dos artistas singulares.
Dos autores que supieron captar y modelar
la luz de nuestra tierra como sólo pueden
hacerlo quienes se nutren de su savia para
abrir y alimentar sus miradas, ávidas de
conocimiento, e inundar así las telas y lienzos
con la fuerza rotunda y seductora que de aquélla
se desprende. Será ese uso de la luz una de las
señas de identidad que mejor se perciba en sus
cuadros, fruto de la técnica de realce que tan
sabiamente utilizada es por uno y otro.
En el caso de Joaquín Navarrete, constituirá
uno de los pilares fundamentales de una obra
amplia y atenta que se extiende en la recogida | | de motivos cercanos, como los paisajes o
rincones familiares que primorosamente aborda
en muchas de sus obras. En otras ocasiones,
serán los bodegones, las bailarinas o las
mojaqueras, quienes compondrán deliciosas
series, capaces de cautivar al espectador. En
ello tendrá mucho que ver el dominio del dibujo,
la maestría de la que hace gala Navarrete y la
capacidad compositiva del pintor que siempre
aflora en el pulso final de unas obras, dispuestas
valientemente hacia el seguro deleite de un
público al que nunca defrauda.
En el de Silvestre es la luz otra cosa, viento
solano ofrecido como liturgia de un ritual, cuya
única razón de ser estriba en la necesidad de
reafirmar su compromiso con el arte; una lealtad
sin la que el pintor, y aún más el hombre, se
desvanece pues es incapaz de concebirse
disociado de ambas. Para Silvestre, la pintura
lo es todo, es razón y es fe de vida, hasta el
punto de abandonar su autodidactismo y
recabar una formación que le permitirá saltar,
sin renunciar a ella, desde una etapa inicial más
inocente y juvenil a una época de madurez,
marcada por la curiosidad y la necesidad de
abrir nuevas vías creativas. Con este fin utilizará
técnicas propias de algunos movimientos de
vanguardia, en el uso de las anilinas, o saltos
conceptuales sin los que nos es difícil imaginar
los trazos de un pintor en plenitud, cuyos límites
desconocemos pues nos fueron hurtados por
un oscuro y temprano escalofrío.
Dos pintores huercalenses. Una única pasión.
Dos miradas.
Jesús Martínez Góme
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