Celia VIÑAS OLIVELLA


VIÑAS OLIVELLA, Celia (Lérida, 1915 - Almería, 1954). Escritora.


      Profesora y escritora. Asistió desde muy pequeña a las clases de la Escuela Aneja de la Normal de Magisterio de Lérida, donde su padre, Gabriel Viñas Morant, era profesor de Pedagogía. Cursó el bachillerato en Palma de Mallorca, destacando entre sus profesores el catedrático Gabriel Alomar, quien, a través de sus clases de Historia de la Literatura y Prácticas de Castellano, marcó su afición literaria y «decidió su vocación profesional a los doce años». Estudió en la Universidad Autónoma de Barcelona. Tras todos los avatares de la Guerra Civil, se gradúa en Filosofía y Letras en 1941. Profesores suyos de Lengua y Literatura fueron, entre otros, Manuel de Montolíu, García Blanco, Rubió, Díaz-Plaja y Ángel Valbuena, «mi maestro y amigo». En estos años estuvo abierta a su entorno cultural: espectáculos teatrales, cine, conciertos, exposiciones, coloquios... que van moldeando su personalidad y cuyas inquietudes luego transmitirá a sus alumnos. A pesar de su brillante expediente académico, no le dan cabida en el Instituto de Palma, ya que su padre fue depurado y toda la familia Viñas está marginada por los poderes oficiales. Se marcha a Madrid donde simultaneó su preparación de oposiciones con el trabajo como becaria en el CSIC.

      En marzo de 1943 llegó al, entonces, único Instituto de Almería, la actual Escuela de Artes, tras haber obtenido el número uno por unanimidad en las oposiciones a seis cátedras de Lengua y Literatura de Enseñanza Media, a pesar de las fuertes presiones que recibió el Tribunal para que no las sacase. Y en esta ciudad murió a los 39 años, tras delicada intervención quirúrgica para extirparle una serie de miomas en el útero que le impedían realizar el sueño de su vida: tener un hijo. Se había casado con el almeriense Arturo Medina, catedrático de Escuela Normal, en septiembre de 1953.

      Tomó cariño a la ciudad, al instituto, a sus alumnos... y renunció a la brillante carrera docente que Dámaso Alonso y otros profesores universitarios le ofrecieron. Afirma en una carta a su familia: «Estoy casi decidida, si no es para reunirme con vosotros, no me muevo de aquí. Además, y no es pisto, desde que yo llegué el Instituto se animó: excursiones, certámenes, conversaciones de arte con los alumnos, incremento del préstamo de libros... Tengo medio embrujadas a las niñas, desconcertados a los chicos, embobados a los profesores viejos y algo despistados a los jóvenes que no saben aún realmente cómo han de tomarme». Continúa en esta misma carta: «Aquí, en Almería, no hay conventos de monjas con prestigio, en cuanto a los muchachos, uno solo nos hace la competencia, el Lasalle. Tenemos chicos con alpargatas y señoritos andaluces con brillantes en la corbata. Niños de pescadores y las sobrinas del alcalde. Todo el mundo va al Instituto...».

      Desde el primer momento, entró en el sorprendente mundo de aquellos adolescentes, siempre dispuesta a tomar parte y animar con su presencia todas aquellas actividades que sirviesen de estímulo a sus clases. La influencia de Celia Viñas, como pedagoga y sembradora de ilusiones literarias, fue decisiva en las varias generaciones de niños y jóvenes que tuvo a su cargo en la cátedra. Su vitalidad se desbordaba en sus alumnos, sembrando alegría y entusiasmo. Unidas vocación de madre y maestra, aconseja a su alumna Pepita Carretero: «Tú no te preocupes, siempre podrás volver a nuestros brazos, tan maternos de intenciones, y refugiarte en mi cariño... No, no estés triste. La tristeza puede ser pecado. Hay que sonreír cada mañana, si llueve porque precisamente llueve, si hace sol porque hace sol, en otoño, con sonrisa de otoño y en primavera con sonrisa de mayo...».

      Como buena catalana, injertada en mallorquín, fue una mujer muy avanzada en todos los aspectos, liberal, tolerante, buscadora de cosas nuevas y rebelde ante las injusticias. Parte de la burguesía local la criticó y llegó incluso a denunciarla al Ministerio de Educación, acusándola de pervertir a la juventud porque se iba con sus alumnos de excursión, jugaba con ellos, realizaba lecturas y tertulias literarias y, cuando salían, de noche, de las emisiones de radio, los acompañaba a sus casas. Al pasar por las plazas solitarias, hermosas y llenas de sí mismas, les enseñaba a amarlas, a poner los ojos donde había belleza.

      Le escribe a su alumna Mª Lola Ibáñez: «Soy siempre fiel a mis principios y a mí misma. Creo en la libertad de los humanos y que el amor es la gran verdad de la vida. El amor y el trabajo. Tú lo sabes bien. Olvida todo lo que quieras de mí y de mis clases. No olvides esto». Y fueron sus alumnos los que la defendieron ante la sociedad almeriense, sin olvidar a determinados compañeros del instituto, especialmente al director D. Francisco Saíz, quien sustituyó en 1944 a Florentino de Castro y la nombró Jefe de Estudios, así como el reconocimiento nacional de su obra y su labor educativa.

      En aquellos años de nuestra posguerra realizó una labor cultural y educativa de enorme trascendencia en una Almería seca y árida en inquietudes intelectuales. Celia, vitalista y buscadora de nuevos horizontes, tuvo una importancia significativa en el despertar cultural de aquellos años, especialmente en torno a 1945-50, junto a Jesús de Perceval, Juan Cuadrado, Hipólito Escolar... Dos centros, el Instituto y la Biblioteca Villaespesa, y un movimiento, el Indaliano, fueron los tres grandes focos de la cultura almeriense que, gracias a su impulso, especialmente su conferencia en la apertura de la Exposición de los Indalianos en el Museo Nacional de Arte Moderno de Madrid en junio de 1947, llamaron la atención de prestigiosos intelectuales de la época como Dámaso Alonso, Eugenio d´Ors, Gerardo Diego, Carmen Conde, Mª de Gracia Ifach, Valbuena Prat... rebasando los límites de Almería.

      Fue, por encima de todo, una profesora entregada a su trabajo, con espíritu moderno, avanzada, progresista y adelantada a su tiempo. Escribe a Marta Mata: «Yo trabajo en Almería como un misionero... encontré unas almitas niñas desiertas, secas como esta misma tierra trágica que me preocupa estéticamente, casi místicamente, tierra paria, tierra cruz... y procuro descubrir los rinconcitos donde el alma se esconde y canta su eterna canción verde... Hoy se lee y se escribe en Almería. Los muchachos jóvenes no se avergüenzan de su sensibilidad y las niñas leen menos novelas rosa. ¿Cómo lo consigo? Mi labor no se limita a la cátedra, soy amiga de tantos como puedo, confidente de muchos, bibliotecaria de todos... y yo ya no soy yo cuando llego a Almería...».

      Fue un regalo para nuestra tierra, un grano de trigo sembrado, demasiado prematuramente en el desnudo paisaje almeriense, que aún sigue dando sus frutos. Ella, como una catedrática de nuestros días, enseñó a aquella generación de posguerra a sentir a García Lorca, a penetrar con hondura en Miguel Hernández, a amar a los clásicos, abriendo los ojos de sus alumnos, haciéndoles sentir lo sensible, lo bello, lo sublime... avivando la pasión por la lectura y despertando aficiones literarias (Agustín Gómez Arcos, Barrilado, Tadea Fuentes, José Fernández Revuelta, Gabriel Espinar...).

      Además de su intensa y variada actividad educativa y cultural, también fue creadora. Su vida y su obra están íntimamente unidas. Son una sola cosa. Vivieron inseparables su amor al niño y la proyección de este amor, reflejado en sus textos, así como la contemplación y goce de la naturaleza y su plasmación en los versos, hasta el punto de ser su labor literaria una más de las múltiples actividades que llenaron su corta existencia. No se contenta, como hemos dicho, con inculcar a sus alumnos el amor a la literatura y el gusto por la belleza literaria, sino que les ofrece la realización de ella a través de su obra.

      Al hacer un soneto, al realizar sus presentaciones y conferencias, al dar una clase, al recitar con sus alumnos al aire libre, al salir de excursión, al representar una obra de teatro... se captaba su poder creativo y su sensibilidad, así como el alejamiento de los modelos educativos vigentes en la posguerra. Sabía comunicarse, adelantándose en el magisterio a las teorías pedagógicas actuales, rompiendo moldes en la enseñanza de la lengua y la literatura. En sus clases, a base de comentarios de texto, redacciones sobre los más curiosos temas, frecuentes lecturas dentro y fuera del aula, relaciones de nuestra literatura con la de otros países y con su entorno artístico-musical, cuadros sinópticos y aportación de sus vivencias literarias, se respira un aire moderno. A los viejos métodos de preceptiva literaria opone un nuevo concepto vital de las letras. Pregunta en una carta a su hermana Encarna: «¿Te gusta dar clase? Yo creo que es lo más apasionante del mundo. Más apasionante que escribir una novela o representar una comedia. Yo disfruto más en una clase bien dada, y bien recibida, que no en la creación artística...». Su amor a la enseñanza la llevaba a procurar una auténtica formación integral. De su inquietud pedagógica dan prueba las siguientes palabras en carta a su alumno Gabriel Espinar: “Jamás me interesó sacar de mi labor de cátedra investigadores, catedráticos... Me interesaron las espaldas moralmente grandes y los corazones fuertes. Y una sonrisa de felicidad en los ojos más que en la boca”.

      No obstante, cultivó con dignidad los diversos géneros literarios. En verso, su faceta más destacada, vieron la luz antes de su temprana muerte: Trigo del corazón (1946), Canción tonta en el Sur (1948), Palabras sin voz (1953) y Del foc i la cendra (1953), su única obra publicada en catalán. Y libros póstumos: Como el ciervo corre herido (1955), Canto (1964) y Poesía última (1979). Además, dos selecciones de poemas: Antología lírica (1976) y Oleaje (2004). De su producción en prosa sólo el ensayo, Estampas de la vida de Cervantes (1949), apareció en vida, como un homenaje de la Biblioteca Villaespesa y de sus amigos. Después de su muerte: la pieza teatral, Plaza de la Virgen del Mar (1974), escrita con Tadea Fuentes; la colección de cuentos, El primer botón del mundo y trece cuentos más (1976), que obtuvo el Accésit del Concurso Nacional de Literatura en 1951; las novelas, Viento levante y Tierra del Sur (fragmentos) (1991), y la recopilación de sus artículos en De esto y aquello (1995). Sólo quedan inéditas su novela incompleta, La Peregrinita, y sus innumerables cartas, una joya de enorme interés por la belleza literaria y la descripción pormenorizada y atrevida de la sociedad de aquellos años.

      La personalidad de Celia y su nuevo estilo, como escribí en 1984, constituyen el hilo conductor de su biografía: “Se respira en torno a ella un aire de ilusión, una nueva forma, un nuevo estilo para tratar a los alumnos, a los que asombra con su sonrisa de confianza y anima a tener ideas propias, creativas, originales y a no dejarse arrastrar por el último detalle de moda. Va a provocar un despertar cultural en la ciudad, pero no sólo en clase, sino fuera de ella”.




Galera Noguera, Francisco





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