Rey de la taifa de Almería. Conocido por al-Mutasim bilá, es decir «aquel que busca la protección de Dios», formó parte de una dinastía que llegó a Almería de manera azarosa. Cuando Zuhayr murió en el campo de batalla, los notables de Almería eligieron a un miembro de la familia Banú Ramîmî para dirigir los destinos de la ciudad. Pero la influencia de los eslavos (traídos de Europa oriental y formados para desempeñar los más altos puestos de la administración y del ejército califal) aún era fuerte. Así que, al poco, tomó el poder el rey de Valencia, Abd al-Aziz al-Mansur, hijo de Sanchuelo y nieto de Almanzor, que, según algunos autores, se apropió del tesoro público dejando a su cuñado Abú l-Ahwas Man como gobernador (1041). Al proceder de una familia árabe, que había alcanzado gran notoriedad en el valle del Ebro (Tudela) hasta su reciente expulsión, las aspiraciones de Man eran superiores. Así que aprovechó la rebelión de Lorca, Játiva y Jódar contra al- Mansur para proclamar su independencia (rayab del 443, 24-II a 5-III-1042).
Ibn Sumadih no exhibió los atributos de la soberanía, pero preparó el camino para implantar una dinastía aprovechando una revuelta. Su hijo, el famoso al-Mu’tasim, se declaró rey de Almería desde 1054, inaugurando el periodo más largo de estabilidad en un siglo convulso. La imagen de al-Mu’tasim como un monarca despreocupado por los asuntos de Estado, absorto en veladas literarias y ansioso por procurar el bienestar de sus súbditos, nos la trasmiten los beneficiarios de su generosidad y los historiadores románticos que, exclusivamente, se basan en ellas para trazar el perfil de la época. Ciertamente, las veladas literarias hicieron famoso a Ibn Sumadih, pero esta actitud bohemia y poco virtuosa debió provocar la censura de los doctores en la ley musulmana y la indignación del pueblo. Desde luego, es sorprendente la riqueza temática y variedad compositiva de la literatura producida en aquella corte literaria, que va desde la poesía más complicada a las populares moaxajas, la contribución más novedosa de la lírica andalusí, en la que destacó el malagueño Abbada al- Qazzaz.
Además, el rey contó con un geógrafo de Huelva, Abú Ubaid al-Bakrí (1040-1094), que fue su primer ministro; y con Al-Tignarí, uno de los mayores expertos agrónomos de su tiempo, que realizó diversas experiencias de introducción de cultivos en Almería y, probablemente, diseñara algunas máquinas hidráulicas; el antólogo Al-Fath Ibn Chaqan; el lexicógrafo Abu Galib y los poetas Al-Hadad, Ibn Saraf (1052- 1132) y Abú-l-Walid. Su visir fue Abú Asbag Ibn al Arqam, también poeta. De igual modo, Abú-l-Abbás Al-Udri (1003-1085), geógrafo e historiador, disfrutó de la protección del Rey.
Al-Mu’tasim, además, emprendió diversas obras públicas que constituyen un verdadero programa dinástico para prestigiar a la monarquía con todos sus atributos de poder. De esta manera mandó levantar diversos palacios como la Sumadihiyya, “sorprendentemente hermosa”, situada en las inmediaciones de la ciudad, de los palacios y defensas de “su Alcazaba inexpugnable”, según nos dice Ibn Jáqan, a la que dotó de un abasto adicional de agua derivado del canal conducido a la mezquita mayor (1066).
Al-Mu’tasim fue también un activo guerrero, no tan torpe como lo pintan sus enemigos. En efecto, su reino quedó limitado al norte por el Almanzora y los Filabres. Pero es que sus adversarios eran muy poderosos (por ejemplo, el famoso al-Mu’tamid de Sevilla). No obstante, emprendió largas hostilidades con Abd Aláh, rey de Granada, al que logró arrebatar Guadix y otras plazas. Para su defensa utilizó tropas mercenarias (en especial beréberes norteafricanos), lo que suponía grandes gastos. Este esfuerzo defensivo fue ingente y provocó el descontento de la población y la pérdida de legitimidad religiosa. Además, la precariedad militar fue paralela a la débil legitimidad de la dinastía, que careció de un respaldo religioso que le apoyara. Los alfaquíes y la población acabaron por desear que alguien restableciera la legitimidad. Cercado por enemigos en la frontera terrestre, el pequeño reino sólo pudo llevar una tímida política exterior con los diminutos estados costeros norteafricanos, a los que les unía un importante comercio.
Los últimos tiempos de su reinado supusieron un constante esfuerzo militar, desorbitado para un pequeño reino como el almeriense que, sin embargo, pudo resistir la presión de dos de los más grandes estados taifa, mientras otros sucumbían. De una parte, el rey sevillano al-Mu’tamid se apropió de Murcia y extendió su autoridad hasta el valle del Almanzora. Con una frontera en los Filabres, la delimitación del territorio resultó confusa. Con Granada las hostilidades nos son conocidas puntual, pero unilateralmente, a través de las memorias de Abd Alá, el contrincante bereber. Aparte de un primer conflicto en los inicios del reinado -que acabó con la permuta de castillos fronterizos (Chant Aflij -Picena-, con el desconocido de Chíles)-, el refugio del visir granadino en la corte almeriense alentó a al-Mu’tasim para hacerse temporalmente con la importante ciudad de Baza, a la vez que se producían algunos cambios territoriales menores (conflictos en Fiñana y Montaire, en el límite provincial). Los conflictos fueron más graves si cabe con las huestes cristianas que obligaban al pago de tributos. El mismo Al-Mutasim tuvo que batallar vanamente a las mismas puertas de Almería (1088) contra un pequeño ejército de cristianos establecido en el castillo murciano de Aledo. El escarnio sufrido y la presión feudal creciente le obligaron a pedir ayuda, muy a su pesar, a los almorávides norteafricanos en unión de otros soberanos andalusíes.
Cuenta al-Maqqari que estando Al-Mu’tasim en el lecho de muerte aconsejó a su hijo, a quien había nombrado hayib o “primer ministro” y heredero, Muizz al-Daula («el sostén del Estado»), que cuando cayese Sevilla se aprestase a huir a África. Lo hizo refugiándose en el Reino de Tremecén con el que Almería mantenía numerosos lazos comerciales. Sus demás hijos y esposas permanecieron bajo protección almorávide, entre ellos se encuentran Abú Ya’far Ahmad, Rafí-l-Dawla y Umm al-Kiram, todos poetas.