Desde Almería, en menos de una hora, se llega a Alcudia de Monteagud, en el corazón de la sierra de Filabres. Es una pequeña población de casas blancas y calles estrechas y laberínticas. Alcudia significa en árabe el monte, y es que, efectivamente, el pueblo está sobre una elevación, a 1.003 metros de altitud, dominando la hoya o valle de Tahal. Como escribió alguien en el siglo XVIII, «su situación es deliciosa por estar cerca de lo encumbrado de la referida hoya». En lo alto del cerro, es decir, de Alcudia, nos encontramos con una de las mayores eras empedradas de la provincia de Almería y con una panorámica impresionante del valle de Tahal y de casi toda la sierra. Sólo por la vista ya vale la pena visitar el lugar. Al Este y al Oeste se divisan las dos grandes montañas totémicas de los Filabres, la que en la Edad Media llamaban Montahur (el actual cerro de Monteagud, un topónimo de origen latino con el que Alcudia amplió su nombre para distinguirse de las demás Alcudias que hay en el país) y el monte Nimar, siempre cubierto de nieve en invierno. Estos nombres permanecen aferrados a las montañas desde hace miles de años, como únicos testigos de antiguos idiomas desaparecidos. A pesar de su carácter efímero sólo son palabras, han resistido el paso de los siglos, las guerras y las invasiones mejor que otras creaciones humanas más sólidas y, en principio, más duraderas. Muy cerca de Alcudia, apenas enterrados, reposan los restos de aldeas y gentes que estuvieron aquí hasta el siglo XVI. Son las ruinas de Alhabia, Benimedalá, Benalguacil alto y bajo, Benixaume y Jemecí (el Xemeçit de los documentos antiguos).

La historia medieval de la zona es bastante atípica. Fue poblada tardíamente por grupos tribales, al parecer de origen beréber, que crearon todos los núcleos de población que aún existen y los que fueron súbitamente abandonados para siempre en 1570. Estos linajes familiares, estos clanes, formados por personas que se consideraban descendientes de un antepasado común ya fuera éste real o mítico, usaban su propio nombre familiar para designar las aldeas que construían y levantaban junto a ellas pequeñas fortificaciones generalmente torres con las que marcaban y defendían el territorio del clan. La mayor de estas torres es la de Alhabia (aprovecho para pedir a quien corresponda que se tomen las medidas necesarias que aseguren su conservación).

Aquellos filabreses que siguieron siendo musulmanes en secreto, a pesar de haber sido obligados al bautismo tras la conquista del reino de Granada por los Reyes Católicos fueron barridos de la sierra en 1570, en lo que sin incurrir en ningún anacronismo podríamos calificar perfectamente como operación de «limpieza étnica». Hasta ese momento la Inquisición los persiguió y condenó por delitos tan increíbles como el que cometió una vecina de Alcudia en 1561: «Ysabel Lixarria, morisca, porque se lavó todo su cuerpo, envióse a Granada con secuestro de bienes»; o el de un vecino de Alhabia: «porque dixo que no se levantaba para no ir a misa y que daría un real por no oyrla».

Fue entonces, para sustituir a los moriscos expulsados, cuando llegaron los últimos invasores de la sierra, los antepasados de los filabreses actuales. A Alcudia vinieron ganaderos de la sierra de Segura (Jaén), campesinos de Castilla la Nueva y un extraño grupo de pastores vasco-franceses originarios del «vizcondado de Mavelón de Sola, reino de Francia» que se proclaman orgullosamente «de nación navarra» en los documentos.

Terminaron sustituyendo sus complicados apellidos por otros más aceptables para la mayoría de sus vecinos castellanoparlantes. Sin embargo, algo ha quedado de ellos, porque Sola es hoy un apellido bastante frecuente en la comarca.

Un paisaje «humano»

Sin salir de la era de Alcudia podemos observar un fenómeno que no es exclusivo de los Filabres, pero que tiene aquí una de sus manifestaciones más espectaculares: la existencia de un paisaje construido, de arriba abajo, por los seres humanos. Una sucesión interminable de muros de piedra cubre las montañas desde la base hasta las cumbres más altas y escarpadas a lo largo de kilómetros y kilómetros. Son miles de hectáreas que fueron aterrazadas con un esfuerzo y un derroche de trabajo inimaginables. El origen de esta obra inmensa de transformación del medio natural en un medio profundamente alterado y humanizado era desconocido hasta hace poco. Ahora sabemos que la mayor parte y la más dificultosa del trabajo se realizó entre los siglos XVII y XIX, aunque fue en la primera mitad del siglo pasado cuando esta forma de expansión agraria acompañada de un fuerte crecimiento demográfico alcanzó su límite máximo y su «techo» en todos los sentidos.

Actualmente casi toda la sierra de Filabres se nos presenta en palabras de un estudioso de la vegetación como un «mudo e inhóspito pedregal», pero no siempre ha sido así.

En el siglo XIX las grandes sierras de Almería fueron sometidas a un rápido y brutal proceso de deforestación. Hasta entonces bosques de encinas, pinos de diversas especies entre ellos el longevo y majestuoso pino laricio, alcornoques y madroños cubrían la sierra de Filabres. Aún subsisten restos de ellos que, por lo general, se encuentran en lugares de difícil acceso. Sin embargo, hay otros «restos» de aquellos bosques que pueden contemplarse cómodamente, sin salir de los pueblos.

En las iglesias de Alcudia, Benizalón, Bacares o Gérgal, el último y más prolongado aliento del arte islámico español, el arte mudéjar, los transformó en enormes vigas que nos dan idea del tamaño que alcanzaban los árboles, en estrellas de madera, alfardas, lacerías, moamares, racimos de mocárabes, arrocabes, alfarjías y arabescos. Estos árboles al contrario que la mayoría de sus congéneres tuvieron, al menos, un final digno.