Ordenado de sacerdote en 1798, era doctor en Derecho canónico por la Universidad de Orihuela y, durante cinco años, catedrático en esa disciplina, así como en la de Derecho civil. Pasó en 1804 al obispado de Guadix, en el que ostentó las dignidades de arcediano y deán, así como los cargos de provisor y vicario. En las Cortes de Cádiz, legislatura ordinaria de 1813/14, figura como diputado por Granada. Colaboró con los liberales durante el Trienio. Según Revuelta González, “había sido diputado en las Cortes de 1820 y formado parte de las comisiones eclesiásticas que elaboraron entonces la reforma de los regulares y el abortado plan de arreglo del clero de 1821”. El 22-V-1822 fue presentado para cubrir la vacante del obispado de Segorbe y el Papa Pío VII lo confirmó y preconizó (27-IX), aunque las alteraciones que por aquellos tiempos padecía el Reino impidieron su consagración. Restablecido Fernando VII en el poder absoluto, el ministro Calomarde -en base a haberse declarado nulos todos los actos del gobierno revolucionario por la violencia, según se decía, que se había hecho en ellos a S.M.- le conminó a que renunciase a la mitra. En principio se resistió, pero informado por el Nuncio de que era también la voluntad del Santo Padre, renunció el 24-IV- 1824. Sin embargo, en compensación y a instancias de Roma, fue nombrado arcediano de la Iglesia Metropolitana de Sevilla.
Presentado por la Reina Gobernadora para el obispo de Almería (R.D, 19-XI-1833), este nombramiento nunca fue reconocido por la Santa Sede. La razón fundamental y políticamente correcta era la de estar canónicamente depuesto, pero, posiblemente, también influyó el recuerdo de su filiación como diputado liberal durante el Trienio. Aunque, según el nuncio Tiberi “el cargo lo supo desempeñar con moderación y aplauso de todos”. Así las cosas, el gobierno impuso a los cabildos catedralicios de las diócesis vacantes la elección de vicarios capitulares o gobernadores in spiritualibus, en las personas de quienes la Reina había presentado obispos de tales diócesis y el Papa no había confirmado. Tal sucedió con la de Almería, cuyo cabildo (18-X-1836) se vio precisado a aceptar la invitación del gobierno, renunciando con ello a la jurisdicción que entonces ostentaba el vicario y canónigo doctoral Gregorio de Torres en la persona de Ramos García. Pero con anterioridad había sido nombrado prócer del Reino y miembro de la Junta Eclesiástica, creada en 1834 para examinar el estado del culto y clero y preparar un plan de mejoras. Estos nombramientos obedecían también a motivaciones políticas de la Corona, ante la necesidad de rodearse de personas de confianza con que “afianzar en el trono a mi excelsa hija”. Cinco de los que se ha venido en llamar obispos intrusos, tras jurar la constitución de 1837, fueron elevados a senadores del Reino. Vicente lo fue por Sevilla, a principios de noviembre. Sin embargo, las dificultades de todo orden que entrañaba el conjugar tantos nombramientos, especialmente en unos tiempos tan convulsos, posiblemente retrasó la estancia del gobernador eclesiástico en Almería, tras su fugaz paso en agosto del citado 1837. De esta primera visita tenemos constancia documental, pues concurrió a las primeras exequias que se hicieron en la Catedral en sufragio de las víctimas sacrificadas en la intentona de 1824. Nombrado obispo electo de Córdoba (X-1838), el cabildo almeriense elevó otra exposición (8-XI), solicitando la continuación en el cargo de nuestro gobernador, en tanto se producía su paso efectivo a Córdoba. Por fin, tras un aventurado traslado de sus muebles y demás enseres por vía marítima desde Sevilla, llegó a Almería en septiembre de 1839. Dirigió al pueblo una exhortación pastoral en la que se aprecia su talante liberal y abierto, compromiso con el trono de Isabel II. (BOP, 18, 20, 23, 25 y 27-X). Aquí permaneció en su cargo aproximadamente hasta el 18-IX-1840, “en que, sin el menor antecedente ni otra causa que creerle contrario a las ideas anarquistas y revolucionarias proclamadas en aquella época, la Junta de Almería, que se había erigido en soberana en medio de un motín popular, le pasó oficio separándole del gobierno de su diócesis, y previniendo al cabildo eclesiástico nombrase sujeto que lo sustituyese en este encargo interinamente y hasta tanto que S.M. resuelva sobre el particular”. Tal oficio lo suscribían Joaquín Oliveras y Antonio Pérez Villar Vidaurreta, presidente y secretario de aquella Junta revolucionaria.
Los últimos años de su vida transcurrieron en Sevilla, de cuya iglesia continuaba siendo arcediano titular, pero con escasa renta. De la lectura de las reiteradas súplicas que dirigió al gobierno se desprende el progresivo deterioro moral, físico y económico que sufrió. Sorprendentemente, de su prebenda en Sevilla sólo percibía unos 16.000 rs. anuales y de manera irregular. Confiesa estar cargado de deudas, contraídas en sus constantes servicios a la Corona, cuyo reintegro a los prestamistas no le permitía mantener la dignidad y decoro de su persona. Se queja del trato que recibe de los demás capitulares en Sevilla y, en fin, reclama se le reintegre de la asignación de 40.000 rs. que, con cargo a la mitra vacante de Almería, le había sido concedida al tiempo de su nombramiento como gobernador eclesiástico. Pero, para entonces, el rumbo de los acontecimientos había cambiado. Almería, después de casi 15 años, contaba con nuevo obispo.
El paso de nuestro personaje por estas tierras coincide o está cerca del derrumbe de las viejas estructuras sociales y económicas -exclaustraciones, desamortización de Mendizábal-. Al parecer, adoptó una actitud neutral en el tema de la venta de bienes del clero y alentó a los liberales a proseguir la lucha contra el enemigo carlista. Fue, sin duda, una figura de relieve, que posiblemente pudiera haber servido de valioso elemento conciliador en la Almería de su tiempo, pero que, interesadamente utilizado y zarandeado por la impetuosa dinámica política de aquellos tiempos, murió olvidado de todos y sumido en la más lamentable pobreza.