Valentín LEÓN TAMAYO


LEÓN TAMAYO, Valentín (Almería, 1919 - Saint Sauver, Francia, Sin datos). Paracaidista, aventurero.


Qué lleva a un hombre a lanzarse con unas alas impostadas desde una altura de 22.000 pies; qué hace que ese mismo hombre tenga más alma de ave que de humano, que quiera resucitar el mito de Ícaro y de Leonardo en pleno siglo XX. Ese hombre fue Valentín León Tamayo, un almeriense del Tagarete que pasó a Francia tras la Guerra Civil y cuyas hazañas como “hombre pájaro” dieron la vuelta al mundo en las décadas de los 40 y 50 con el afrancesado apelativo de “Leo Valentín”.

Pero no era galo -a pesar del interés de los franceses por apadrinarlo- sino más almeriense que el quiosco Amalia. Hijo de Valentín León Ayala, un empleado de la Renfe y de Encarnación Tamayo Gil, el Ícaro almeriense era el mediano de seis hermanos (Luisa, Juan Pedro, Valentín, Francisco, Juan Manuel y Encarnación) y trabajaba como aprendiz en uno de aquellos antiguos colmados que inundaban de densos olores la Puerta Purchena.

Desde pequeño, Valentín se perdía en los confines de aquella Almería mirando a los pájaros, haciendo volar cometas remendadas con sus propias manos y aprendiendo la trayectoria de los vientos. Al estallar la Guerra se enroló en el ejército republicano y en los últimos alientos del conflicto pasó la frontera a Francia y se alistó en la Legión Francesa. Actuó en Argelia en el Regimiento de Paracaidistas especializándose en las caídas libres, otorgándole el Ejército francés el diploma de la Legión de Honor. Se trasladó después a Hanói, a las fuerzas francesas de Indochina en donde resultó herido al descender en una acción guerrera sobre un campo de minas. El suboficial Valentín llevaba realizados en 1950, según las crónicas de la época, más de 200 descensos en paracaídas, entre ellos sus entrenamientos en los comandos de las fuerzas francesas libres con ocasión del desembarco aliado en Normandía.

El aventurero almeriense -que consagraba el tiempo libre en dar saltos al vacío- comenzó por rebasar la marca francesa de caída libre, que era de 74 segundos y luego estableciendo la marca mundial en 113 segundos, superando a los rusos, los campeones de la época. En esa época saltó en la región de Pau cuando el avión en el que viajaba -un Halifax- se encontraba a 9.500 metros de altura. Hasta los 700 metros, el paracaídas se mantuvo en descenso libre a 300 kilómetros por hora, con máscara de oxígeno, nadando en el aire con brazos y piernas extendidos sin apartar la mirada de un tablero de instrumentos -altímetro y cronómetro- que llevaba sujeto en la cintura. Bajó suavemente para posarse en uno de esos prados franceses que resultaban para el almeriense como el andén de una estación ferroviaria.

La prensa y la radio de la época daban amplios detalles de sus proezas. Quizá su actuación más memorable tuvo lugar un día de finales de abril cuando el almeriense probó sus nuevas alas de lona y ballena unidas a brazos y tobillos, lanzándose al vacío desde un avión a 3.600 metros de altura y aterrizando en el aeródromo militar de Villacoublay, ante más de 20.000 espectadores. Antes de abrirse el paracaídas del que iba provisto, voló con las alas de su invención, emulando a Ícaro, durante dos minutos y medio. Muchos lo confundieron con un platillo volante. Este intrépido almeriense firmaba en esa época más autógrafos que ahora Bisbal.

Su hermana mayor Luisa, lo recordaba “muy inquieto, con alma de aventurero desde niño, sólo volvió una vez desde que se marchó, pero sabíamos de él por las cartas que nos enviaba”. Valentín se casó con una francesa de la que nacieron tres hijos que viven en el país vecino y son recordados allí aún por las glorias pasadas de su padre. El día más complicado para Valentín fue cuando en una exhibición de salto en Liverpool, una de sus alas golpeó en el avión y cayó en barrena. Lo dieron por muerto durante varios días, pero consiguió salvarse y morir de viejo rodeado de su familia, acordándose quizá de su primer vuelo en El Tagarete cuando saltó desde una rama quebradiza con dos tablas de madera y se abrió las rodillas. Su corazón nunca paró de volar.



León González Manuel





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